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Aquel escritor iluso que creyó atrapar mi esencia porque se le ocurrió —con cuatro datos y muchas suposiciones poco fundadas— trenzar un relato a la sombra de algo que oyó sobre mí en la tertulia del Café Imperial , no sabe el daño que me hizo.

Sigue sobre esta mesa el paquete que me llegó de Verania el otro día.

Apenas lo abrí el dolor reapareció en mí con la incontinencia con que una tormenta descarga en plena canícula… Y desde entonces casi no he podido reaccionar. Pasan los días, lo sé por las variaciones de la luz, porque bajo y subo de casa a la biblioteca, porque algunas veces como, porque al mirarme al espejo, algunos días me percato de que debo afeitarme... Pero en realidad me siento como deben sentirse los peces en una pecera, dando vueltas sin fin al mismo punto del universo, mientras la vida es cuanto sucede al otro lado de la pared de cristal...

No es que hubiera olvidado a Verania, eso es imposible; en tal cosa sí acertó quien pretendió inmortalizarme en un libro que, por suerte, apenas nadie leyó, ni siquiera en la Ciudad: ella ha sido el único amor de mi vida. Nunca he dejado de amarla, ni siquiera entonces, cuando sucedió la verdad que el escritor no cuenta, pues prefirió la versión que le pareció más redonda para su narración. Seré benévolo con él, quizá nunca conoció la verdad, quizá nunca le interesó saber de ella. Sé que durante un tiempo me miró con ojos de extrañeza, pues hasta él debió notar que mi soledad continuaba, pero nunca se acercó a mí, nunca fue capaz de preguntarme por ella.

Ante mí, devueltos los libros, mi novela completa, la edición tan especial que le regalé del Quijote, y Platero y yo y entre ellos la carta, su carta, otra carta diferente de la primera.

El puñado escaso que piense que ella me respondió lo que figura impreso en ese libro, por suerte tan desconocido («Soy Verania, Cosme, tengo preparada la pluma y el papel. Xaquín vencerá la resistencia del constructor y sé que Verania lo amará»), creerá que ahora fabulo o miento…

¿Cómo escribir la verdad de uno mismo cuando apenas existe, cuando es eco o sombra de otro que se inventaron por él…?

Quizá debiera empezar por el principio, es decir, alterar el final de aquel relato…

La verdadera respuesta de Verania fue una carta muy breve e intensa, rebosante de miedo y desdicha. Hablaba de una enfermedad que le impediría hacerme feliz. Anunciaba su marcha pronta de la ciudad. Agradecía que la protagonista de mi novela llevara su nombre. Y remataba con una frase que fue como un puñal hundido en el pecho. No me hace falta en absoluto buscar el folio en que fue escrita para recordarla, se me grabó como sólo se graban las cicatrices en la piel: 

«No soy tu Verania, Cosme. Sé que Xaquín vencerá la resistencia del constructor y quizá Verania lo ame, pero fuera del libro, sólo existe Verania Sucre Azpilicueta quien no debe amar, porque la infelicidad inundaría a la persona amada…»
Y nunca más supe de ella, hasta que la otra tarde…



Cuando he llegado a la biblioteca, he visto la tensión reflejada en su rostro. Normalmente su cara es poco expresiva, tiende al gesto concentrado y al silencio, se dedica a su tarea, y aunque no es hosco o retraído o insociable, suele permanecer en segundo plano. Apoya cualquier iniciativa, pero no sobresale su entusiasmo, y no recuerdo que alguna haya salido de él. Su conversación no es desagradable, pero nunca empieza ninguna. Contesta si se le pregunta, incluso, a veces, se extiende en la respuesta, pero jamás cuenta nada sin que alguien le haya dado pie a hacerlo. Su método de trabajo tiene que ver con la mesura, la constancia y la rutina. La mayoría quizá trabaje más rápido, sin embargo no llega tan lejos. Es irreprochable, pero, al mismo tiempo, tengo la sensación de que si se fuera de aquí nadie lo echaría en falta.

Hay días que tengo que hacer verdaderos esfuerzos de memoria para confirmar que ha cumplido con su jornada laboral. 

Pero esta mañana su rictus de sufrimiento era demasiado evidente, incluso para mí que soy bastante más hosco y solitario que él. Cuando le he preguntado, ¿Pasa algo?, me ha mirado como deben mirar los cachorros a sus madres después de haber creído que fueron abandonados para siempre. Pero no ha llegado a contestarme, se ha encogido de hombros, ha negado en silencio, ha agachado la cabeza y ha seguido con la tarea de catalogar un montón de revistas que tenía a su izquierda. He estado por recriminar su tozuda mudez, pero he frenado a tiempo la velocidad de mi lengua. No tengo derecho a cruzar la frontera que marca el territorio de la intimidad de una persona, si es que él no franquea con un gesto, una mirada, una palabra, el portón por donde se acceda a ella. sin embargo —y aún no sé por qué— he tenido la necesidad imperiosa de ofrecerle mi ayuda, Si tienes que decirme algo, no lo dudes, ya sabes donde está mi despacho. Ha alzado la vista y simplemente ha murmurado, Gracias.

Aún estoy esperando su visita. Sé que acudirá, en el fondo lo está deseando.



Un tigre o un felino similar se abalanzaba sobre mí, más que saltar volaba hacia mi rostro, enfurecido, pero su salto o vuelo, más imponente que el de cualquier plusmarquista de longitud de la historia, incluso de la historia futura, nunca acababa, nunca me alcanzaba. Yo caminaba por un estrecho sendero umbrío a causa de la innumerable cantidad de árboles de altura gigantesca, y él se planeaba frente a mí. No sé por qué estaba borracho y no sentía miedo de aquel enorme félido volador que acabaría conmigo en cuanto impactara contra mí.

Pero nunca llegaba.