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Cuando llamaron a la puerta pensé que se habían equivocado. ¿Quién podría querer verme del trabajo? Mientras me acercaba hasta la puerta, y antes de asomarme a la mirilla, pensé que podría alguno de los vecinos del inmueble, lo que en sí mismo sería noticia.

No reconocí la figura de quien estaba al otro lado de la puerta. No habían encendido la luz, o se había apagado, y la claridad que se colaba a través del rellano ya escaseaba, como si sufriera cierta anemia.

Recordé en ese momento a mi madre. Cuando alguien llamaba y después de escudriñar la entrada detrás la puerta, si no conocía a quien había golpeado —en la casa de mi infancia no había timbre, un llamador negro, con forma de mano semicerrada, cumplía la misión de alertar a los del interior de la inminente visita— siempre decía; ¿Quién? A mi hermano y a mí no nos gustaba semejante pregunta. Le teníamos dicho que no abriera si no conocía a la persona, pero nunca nos había hecho caso en nada, como para hacérnoslo en tal minucia. El caso es que la asociación de ideas, provocó, como si empujaran a mi garganta a que yo mismo dijera, ¿Quién? La respuesta fue inmediata: ¿Don Cosme Leirán Merano? Sí, contesté. Vengo de la mensajería, para entregarle un paquete.

¿Un paquete a mí? Me preguntaba asombrado, mientras, al fin, abrí la puerta al joven que esperaba. La impaciencia no se desdibujaba del rostro con barba de dos o tres días y mirada inquieta, como de ardilla que acaba de divisar una fruto apetitoso. Me entregó el bulto que, obviamente, eran libros. 

Pensé en que alguien se había extralimitado, enviarme libros a casa, en vez de a la biblioteca era algo que rozaba lo intolerable. Pero mis pensamientos no pudieron avanzar más, Si es tan amable, ¿podría firmar el recibí? Claro, claro, musité. Al fin y al cabo el muchacho no era culpable de aquel desaguisado o confusión.

Cerré la puerta y pensé dejar los libros (al coger el paquete pude darme cuenta de que allí había más de un ejemplar) en la entrada. El lunes lo llevaría al trabajo y asunto despachado. Sólo el lunes volvería a ocuparme de algo relacionado con lo laboral. Pero al dejarlo sobre el mueble de la entrada (debería limpiar más a menudo o debería contratar a alguien para que lo hiciera), leí el remite y el corazón recibió una embestida que estuvo a punto de ser definitiva.

Verania Sucre Azpielicueta.

No podía ser cierto. Simplemente era imposible.