Seguidores

Cuando he llegado a la biblioteca, he visto la tensión reflejada en su rostro. Normalmente su cara es poco expresiva, tiende al gesto concentrado y al silencio, se dedica a su tarea, y aunque no es hosco o retraído o insociable, suele permanecer en segundo plano. Apoya cualquier iniciativa, pero no sobresale su entusiasmo, y no recuerdo que alguna haya salido de él. Su conversación no es desagradable, pero nunca empieza ninguna. Contesta si se le pregunta, incluso, a veces, se extiende en la respuesta, pero jamás cuenta nada sin que alguien le haya dado pie a hacerlo. Su método de trabajo tiene que ver con la mesura, la constancia y la rutina. La mayoría quizá trabaje más rápido, sin embargo no llega tan lejos. Es irreprochable, pero, al mismo tiempo, tengo la sensación de que si se fuera de aquí nadie lo echaría en falta.

Hay días que tengo que hacer verdaderos esfuerzos de memoria para confirmar que ha cumplido con su jornada laboral. 

Pero esta mañana su rictus de sufrimiento era demasiado evidente, incluso para mí que soy bastante más hosco y solitario que él. Cuando le he preguntado, ¿Pasa algo?, me ha mirado como deben mirar los cachorros a sus madres después de haber creído que fueron abandonados para siempre. Pero no ha llegado a contestarme, se ha encogido de hombros, ha negado en silencio, ha agachado la cabeza y ha seguido con la tarea de catalogar un montón de revistas que tenía a su izquierda. He estado por recriminar su tozuda mudez, pero he frenado a tiempo la velocidad de mi lengua. No tengo derecho a cruzar la frontera que marca el territorio de la intimidad de una persona, si es que él no franquea con un gesto, una mirada, una palabra, el portón por donde se acceda a ella. sin embargo —y aún no sé por qué— he tenido la necesidad imperiosa de ofrecerle mi ayuda, Si tienes que decirme algo, no lo dudes, ya sabes donde está mi despacho. Ha alzado la vista y simplemente ha murmurado, Gracias.

Aún estoy esperando su visita. Sé que acudirá, en el fondo lo está deseando.