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A veces mi corazón está cansado de sufrir, y me gustaría que se detuviera todo, empezando por mi respiración.

Pocos saben lo que es soportar la soledad en silencio, sin emitir ni un lamento ante el puñado de personas con las que hablo al cabo del día.

En ocasiones pienso que mis latidos son fragmento de bossanova, esa música que cuando se escucha por vez primera parece un ritmo alegre, movido, pero que, sin embargo, casi siempre se cimienta en una buena dosis de tristeza, tanta, que a poco que se escuche acaba por mostrarse sin pudor, casi con afán exhibicionista.

Me ven tantos individuos al cabo del día y, sin embargo, cuántos son capaces de atisbar mi verdadero sentimiento. Mi obligación, claro está, es mostrarme afable, distendido, atento, pendiente de las necesidades de los lectores que se acercan hasta la biblioteca. Mi obligación, que cumplo con fidelidad de monje enclaustrado, por tanto, es presentarme ante el mundo cubierto por una máscara eficaz y aceptable. 

Sin embargo hay días que me esfuerzo tanto para que la careta no se me caiga del rostro que, sospecho, alguien se tiene que dar cuenta de mi falsedad o mi capacidad para ocultarme a mí mismo. Hoy es uno de esos días. Ahora que concluye la jornada, aunque para muchos empiece el momento de disfrutar del fin de semana de asueto, se inician más de cuarenta y ocho horas para colgar la careta en el perchero de la entrada de este piso, demasiado mugriento, y relajarme, mientras me zambullo en la soledad, que sólo la lectura podrá aliviar.