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Cuando era niño, no me gustaba el circo. Pero mi hermano mayor, siempre que llegaba uno a la ciudad de mi infancia, convencía a mi madre para que nos llevara. Por más que llorase o aparentase una dolencia o intentara buscar otras excusas para evitar aquellas horas bajo la carpa, nunca logré mi propósito.

Si mi madre salía de casa, sólo había tres  posibilidades: íbamos los tres juntos a donde fuera: lo habitual; o bien nosotros no estábamos allí: una quimera; o quizá mi padre hubiera conseguido el milagro de aparecer por su domicilio antes de las nueve o las diez de la noche: ataque de bondad de su jefe, que sólo presagiaba alguna exigencia mayor a los pocos días. (Mi padre empezaba su jornada en el bar a las diez de la mañana y no lo dejaba hasta las diez de la noche, como temprano). Conclusión: los tres íbamos al circo, al menos dos veces al año, cuando se acercaba la navidad y cuando empezaba el verano.

Eres un miedica, decía mi hermano. No quieres ir porque te asustan los leones. ¡¡Miedica, miedica, miedica...!! Supongo que mi cara se llenaría de fresas, porque sentía  calor de estufa en las mejillas. Así que me callaba por no aguantar sus burlas y porque, además, hubiera dado lo mismo que continuase con mis protestas y lamentos, pues, como descubrí en poco tiempo, mi hermano era una excusa de mi madre, el trampolín del que se servía para alzar el vuelo. A ella le encantaba el circo, no había más que mirarla cuando empezaba la función.

Nunca sentí miedo a las fieras que malvivían encarceladas en estos espectáculos (¡¡¡el mayor espectáculo del mundo!!!). ¿Pero cómo explicar con seis o siete años las razones por las que no quería acercarme hasta el descampado donde durante las vísperas habían plantado aquel poblado ambulante?

Ahora sabría expresarlo, ahora que es algo inútil, como unas tijeras sin tornillo, pues el circo es niebla para mi hermano, para mi madre, otro de sus olvidos irreparables y para mí una cicatriz que de vez en cuando se resiente. Los circos me producían y me producen tristeza, una pena muy honda. Si sólo hubiera habido malabaristas, equilibristas, trapecistas, quizá magos... Sin embargo, cada vez que veía a los animales (perros, leones, tigres, osos...), primero veía jaulas, mejor dicho, cárceles; y cuando salían los payasos, en su maquillaje veía corazas que escondían lágrimas.

Ayer llegó un circo a esta ciudad. Casualmente me paseaba por donde habían instalado su barriada rodante. Mientras me acercaba, a pesar de la lluvia que distorsionaba las siluetas de los objetos, la realidad fue provocando la estampida de los recuerdos de la infancia que me sacudieron y me supuraron como si un bisturí infectado sajara con saña la cicatriz del niño.

Quizá alguien, al verme allí parado, pudo equivocar mis sentimientos y creer que pensaba exactamente lo contrario, pues me detuve muchos minutos junto a la explanada donde los operarios se afanaban en los últimos detalles. Parecía que miraba con atención su tarea; nadie adivinaría que lo que veía, en realidad supuraba en un lejano pasado.

De pronto vi salir de una de las roulottes al pintor que más vende en esta ciudad, ese hombre que ha heredado un apellido y una clientela ávida por contemplar siempre el mismo cuadro (Si unos bromistas fundaran una organización encargada de hacer rotar los cuadros del pintor por las diferentes casas de sus clientes, nadie se enteraría de los cambios). 

Espero que esta vez no se retrasen, oí que decía el pintor con tono nada amable a quien estuviera dentro de la caravana. También tengo la costumbre de comer, remachó. Algo le debieron contestar desde dentro, aunque nada escuché. Supongo que no sería muy amable. No se equivoque conmigo, volvió a decir con un tono desabrido y con tilde de amenaza. Los carteles de este circo se los hace uno de los mejores artistas de este siglo, como reconoció su padre, cuando este circo era algo importante, y no esta miseria. Parecía que se iba, pero de nuevo se acercó a la puerta del vehículo: Le recuerdo que si no paga, no tiene derecho a exponer mis obras por las ciudades donde actúen, y, por tanto podría denunciarle a las autoridades.

Sin más, ufano, se pasó la mano por su cabello siempre graso, como viscoso, pegado al cráneo, se giró, y se marchó murmurando, Serán gilipollas, regatearme a mí, al hijo de mi padre, unos cientos de euros.

La tristeza de ayer viajó hasta hacerse carne de hoy...