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Cuando se acerca el amanecer —a veces sonrisa, a veces lágrima—, siento que la luz no me protegerá del acoso de la soledad. A pesar de que se alivia buena parte de la angustia que me acecha cada madrugada de insomnio, cada vez más frecuentes, percibo con claridad que no se aleja del todo, me acompaña como si fuera la negrura de mi alma. Así como el cuerpo, mientras la luz campea en el día, proyecta su sombra —a veces felino que huye de los pies, a veces pez que se cuela en lo oculto del ser—, mi alma arroja su lobreguez, esa soledad que no se me deshilvana de las costuras más íntimas.

¿Dónde está aquel tiempo en que los mil cuatrocientos cuarenta minutos del día eran insuficientes para concluir la tarea? ¿Dónde aquellas jornadas en que cualquier interrupción era ofensa? ¿Dónde las tardes en que la soledad era dádiva y no castigo?

Hoy, día con ‘r’, he comido en un restaurante alejado de mi calle, de este barrio, de mi territorio. Los días con ‘r’ busco lugares diferentes del habitual, procuro acercarme a sitios donde seré desconocido. Me gusta contemplar rostros nuevos, horizontes humanos diferentes. Hoy me he equivocado. El bar restaurante al que he acudido no me ha servido para mi propósito, pues he sido el único comensal del pequeño comedor con cinco mesas cuadradas cubiertas por manteles de papel y veinte sillas de aspecto cansado. He tenido la impresión de que mi presencia molestaba al camarero que atendía la barra y que ha tenido que servirme con desgana y un punto de insolencia el plato del día, más bien escaso, probablemente recalentado de la víspera; ni siquiera la botella de vino ha camuflado o distraído mis sentimientos: tras el primer y único sorbo, he tenido la tentación de pedir la hoja de reclamaciones, pues servir mal vinagre como vino de mesa es un insulto; pero no he hecho nada, ¿para qué? Este bar, al que nunca volveré, ha sido como la antesala de mis madrugadas, pues la sombra de mi soledad ha crecido con la misma contundencia con la crecen las sombras al concluir el ocaso.

Al regresar a casa, he intentado escribir, como antaño. No he llegado ni a destapar la estilográfica. La he tenido entre los dedos más de media hora, contemplando fijamente el cuadro del perfil de la ciudad, hasta que he decidido bajar al bar de al lado, pensando que un whisky podría servir de espadachín que hiriera mortalmente a mi cruel enemiga, pero tampoco ha vencido. No sólo no ha vencido, sino que el maldito, ajeno a mis instrucciones, se ha aliado a ella —supongo que habrá sido un flechazo inevitable—, hasta que con la fuerza de ambos, el pesar se ha vuelto tristeza.

No quiero mirar al reloj, no quiero desesperarme sabiendo la cantidad de horas que aún restan para que se acerque, como una luciérnaga renqueante, la luz de la mañana…